Allí estaba, como una extraña estatua. Sentada sobre la piedra con sus largas piernas y sumergida en a luz blanquecina del móvil que le iluminaba tenuemente la cara.
Despues de unos minutos levantó la mirada del telefono, se incorporó perezosamente y abrazó al joven que acababa de llegar, se besaron y desaparecieron charlando por un callejón.
En la mesa del bar de enfrente, a dos hombres que la observaban en silencio, se les rompió la noche en la mirada. Solo quedó el perfume, la luz anaranjada de la farola y el sabor del bourbon.